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Al Oído del Presidente de la República y de Su Ministra de Educación

Crónica de Los Horcones por Noé Armando Sigüenza

Este invierno salvadoreño caminé hasta un rincón escondido en el mapa: el caserío Los Horcones. Allí se levanta, casi como un acto de resistencia, una escuela improvisada en una casa vieja. Son apenas dos cuartos pequeños que hacen de aulas, donde un solo maestro enseña, con paciencia y entrega, a los treinta niños repartidos entre parvularia y sexto grado.

Estudiantes en el patio de juego, que ya no es de tierra sino de concreto, y donde ahora pueden jugar baloncesto.
Estudiantes en el patio de juego, que ya no es de tierra sino de concreto, y donde ahora pueden jugar baloncesto.

Al llegar, no vi pupitres nuevos ni pizarras modernas, sino sueños que se aferran al poco espacio disponible. El eco de las voces infantiles parecía luchar contra la estrechez de las paredes. Y, sin embargo, lo más doloroso no está dentro, sino fuera de la escuela: al terminar el sexto grado, los caminos se cierran. Texistepeque, el municipio más cercano donde se puede estudiar bachillerato está a 17 kilómetros de distancia. No hay carreteras transitables por vehículo sencillos, no hay transporte público. Caminar 34 kilómetros diarios es imposible para cualquier niño. Así, el estudio se trunca demasiado pronto, y la vida se bifurca entre dos únicas sendas: ayudar a los padres en la agricultura o arriesgarse a emigrar de forma indocumentada hacia Estados Unidos.


No es un problema exclusivo de Los Horcones. Caseríos vecinos, como Los Tablones, sobreviven con “escuelitas” aún más precarias, casas diminutas disfrazadas de centros escolares. En todas se repite la misma historia: educación mínima, abandono máximo.


Con mi esposa hemos tratado de aportar lo que está en nuestras manos. Fundamos una pequeña biblioteca escolar, que hoy guarda con orgullo más de 400 libros. Construimos columpios y juegos infantiles, y hasta una cancha de baloncesto adaptada al reducido terreno. Son esfuerzos modestos, casi simbólicos, pero brotan del deseo de regalar a esos niños un respiro de alegría y esperanza.


Esta nota no es un señalamiento al gobierno actual ni a la Ministra de Educación. No. Se trata de un problema histórico que por décadas ha golpeado a la niñez y juventud salvadoreña. La deuda es vieja, las promesas han sido muchas, pero la esperanza se mantiene viva: que un día, al fin, la educación llegue a cada rincón del país con dignidad, y que ningún niño deba elegir entre el desarraigo o la pobreza heredada.


Que esta generación de niños y niñas de Los Horcones, de Los Tablones y de tantos otros caseríos olvidados, no tenga que vivir con las mismas carencias de sus padres y abuelos. Que el derecho a la educación deje de ser un privilegio urbano y se convierta en una realidad nacional. Y que un día, cuando miremos hacia atrás, podamos decir que este problema histórico fue resuelto con decisión, justicia y visión de país.


Porque la verdadera riqueza de El Salvador no está en sus tierras ni en sus fronteras, sino en la sonrisa, la inteligencia y el futuro de sus hijos.


 
 
 

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